¿Alguna vez os habéis imaginado cuan diferente pudo ser algo tan común y natural como el sexo en una de las épocas más duras de la humanidad? Os sorprenderíais si supierais la de diferencias y actos irracionables que se cometían. A continuación os mostramos una serie de curiosidades acerca de las prácticas sexuales en el medievo, esa época oscura, poco asociada a los avances tecnológico-científicos y muy asociada al clero y la inquisición. No tiene ningún desperdicio. Leyendo cosas como estas uno se alegra de vivir en las circunstancias que vive:
Algunos anatomistas medievales creían que el pene era un manojo de nervios que nace de la espina dorsal y acaba en el miembro viril. Es por ello por lo que lo llamaron cauda nervorum.
Durante las llamadas Edades Oscuras medievales (385-1000), los sacerdotes católicos establecieron que el sexo sin valores, como el que se practica con una prostituta, las orgías o las violaciones, no constituían una ofensa seria para la moral. Por el contrario, el sexo impregnado de valores sentimentales, como el que practica una pareja de enamorados, era un gran pecado que podía castigarse con penas muy severas. Sin ir más lejos, el erudito bíblico San Jerónimo estableció que quien amaba a su esposa era un pecador adúltero.
En las mencionadas Edades Oscuras, el sexo dentro del matrimonio cristiano debía practicarse siguiendo unas reglas muy estrictas. Por ejemplo, el sexo oral y anal eran un pecado mortal, y el coito se debía ejercitar siempre en una única postura, la que llamaron natural, esto es, el hombre encima con actitud dominante y la mujer debajo dejándose llevar con sumisión. También era obligatorio reprimir el deseo desmesurado o voluptas, las fantasías depravadas, delectio fornicationis, las caricias y los tocamientos contactus partium corporis, ya que constituían un placer innecesario para la procreación. El acto sexual no podía hacerse nunca con la regla ni durante la penitencia en sábados, miércoles, viernes y festivos.
En la España medieval, los matrimonios que abortaban eran enviados a la hoguera.
En el siglo X, el religioso Odón de Cluny (879-942), hijo de un noble turinés, lanzó a sus monjes la siguiente arenga misógina para prevenirlos de la atracción femenina:
“La belleza del cuerpo sólo reside en la piel. En efecto, si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, la visión de las mujeres les daría náuseas… Puesto que ni con la punta de los dedos toleraríamos tocar un escupitajo o un excremento, ¿cómo podemos desear abrazar este saco de heces?”
Los legisladores españoles del medievo podían anular un matrimonio si el marido demostraba que su esposa era frígida o estrecha. Ahora bien, si la mujer repudiada se casaba con otro hombre y lo satisfacía sexualmente, el legislador debía divorciarla de nuevo y casarla con el primer marido. Para evitar suspicacias y errores judiciales, Alfonso X el Sabio (1221-1284), rey de Castilla y de León (1252-1284), estableció en el código legislativo denominado Las Partidas un examen previo de los varones implicados:
“Se debe mirar si son semejantes o iguales aquellos miembros que son menester para engendrar, y si comprobaren que el primer marido no lo tiene mucho mayor que el segundo, entonces la deben tornar al primero, pero si se entendieren que el primer marido tuviera un miembro tan grande que de ninguna manera pudiere conocerla carnalmente, sin gran peligro para ella, aunque se hubiere quedado con él, no la deben separar de su segundo marido porque parece claro que el obstáculo que había entre ella y su primer marido duraría siempre.”
En 1254, el rey Luis IX decretó el destierro de todas las prostitutas de Francia, pero cuando comenzó a aplicarse el Edicto se constató un brutal aumento del negocio carnal clandestino, lo que indujo a revocarlo en 1256. Un nuevo decreto especificaba en qué zonas de París podían vivir las rameras y reglamentaba su forma de actuar, la ropa que podían usar y las insignias que las caracterizaban. Además, se las sometía a una inspección y control por parte de un magistrado policial, que vulgarmente era conocido como el rey de los alcahuetes, mendigos y vagabundos. En su lecho de muerte, Luis IX aconsejó a su hijo que renovara el Decreto de Expulsión, cosa que éste hizo con resultados igualmente desastrosos.
Una creencia popular aseguraba que si se plantaban pelos de mujer menstruante en estiércol se engendraba, gracias al calor del sol, una enorme y despreciable serpiente.
A comienzos del siglo XIV, Enrique de Mondevi-lle, cirujano de los reyes de Francia Felipe I y Luis X, al examinar el clítoris de la mujer vio en él la extremidad de la uretra y comparó el capuchón de piel que lo protege con la campanilla de la garganta que, según el doctor, modifica el aire que entra en los pulmones. Para Mondeville, el clítoris venía a ser un filtro que seleccionaba los olores y los soplos que ascienden por sus conductos. En el medievo, se creía que la mujer tenía un poder especial para captar y absorber las exhalaciones telúricas, hasta el punto de que el mismo San Alberto Magno (1200-1280) citó el caso de una mujer que, según su propia confesión, obtenía placer con la acción del viento.
En la Baja Edad Media (1250-1500), las prostitutas profesionales u ocasionales que deseaban dejar el oficio, ya fuese por ser viejas u otros motivos, tenían muy difícil su reinserción social. En el año 1198, Inocencio III advirtió que casarse con una meretriz constituía una buena obra, pues de este modo se la ayudaba a abandonar una vida pecaminosa. Siguiendo los consejos papales, se crearon numerosas fundaciones como la de Halle, a través de la cual “píos muchachos tomaban en matrimonio a una pecadora”. Y en Alemania, los miembros de la orden de Magdalena fundaron la llamada Casa de las Almas, que acogía a prostitutas arrepentidas bajo un régimen similar al de los conventos, salvo que no estaban obligadas a hacer voto de castidad. De hecho, algunas mujeres de la calle abandonaron este centro de acogida como honradas prometidas de respetables burgueses. El coleccionista de damas En la España musulmana, los emires incorporaban a sus harenes mujeres españolas, preferiblemente jovencitas de alta alcurnia, como muestra de superioridad. Quizá este fue el motivo de la boda entre un jefe militar árabe y una de las hijas del conde visigodo Teodomiro, señor de la Cora de Tudmir, para que la ocupación de las tierras murcianas fuese pacífica; también el de la entrega de un centenar de vírgenes nobles por parte de un rey cristiano de Asturias derrotado en la batalla; y el del regalo que hizo un rey de León al soberano de Córdoba para sellar la paz, que no fue otro que una de sus hermanas, joven y virgen.
A pesar de que reconoció que el sexo puede reportar beneficios para la salud, el médico y traductor italiano Constantino el Africano destaca en su obra Líber de coitu (siglo XI) que el coito tiene unos efectos secundarios indeseables: entre otros, tristeza, hinchazón del vientre, dolor de cabeza, audición de sonidos agudos, debilidad, temblores, contracciones y olor corporal desagradable.
Para el ilustre médico de Montpellier Bernardo de Gordonio, la práctica del sexo con moderación acarrea beneficios saludables; y dice en su Lilium medicinae que la abstinencia sexual no es buena e incluso muy negativa para las mujeres. Las reprimidas sufren sofocación de la matriz, una patología que Bernardo describe de la siguiente manera:
“escotoma, vértigo, dolor de cabeza, siente humo dañino que sube a las partes de arriba, tiene las manos apretadas sobre el vientre y las piernas encogidas.”
Según comenta, las más afectadas son las viudas y las jóvenes sin compromiso. Este facultativo también advertía que la contemplación de las vergüenzas de la mujer es una manera no debida y fea de realizar el coito.
Los líos de faldas fueron comunes en los clérigos españoles, hasta el extremo de que el obispo Pedro de Cuéllar tuvo que tomar medidas en su diócesis, como consta en su Catecismo de 1368, donde prohíbe a los curas que compartan vivienda incluso con mujeres de su familia, y ordena que no hablen con una monja salvo delante de otras dos o tres y en lugares libres de toda sospecha. En caso de ser sorprendido en pecado, la manceba era excomulgada y, si vivía públicamente como compañera, ella y los hijos eran reducidos a servidumbre. En lo que se refiere al clérigo pecador, éste podía ser amonestado hasta tres veces y, si luego hacía caso omiso, perdía parte de sus beneficios y el cargo religioso.
Los médicos, al igual que los religiosos, prescribían remedios contra los pensamientos impuros. A los varones les recomendaban que se sometieran a una sangría de las venas superficiales a nivel de la cara externa superior del muslo. Y a las mujeres libidinosas les prescribían incienso y otras fumigaciones que se insuflaban con una perilla o fuelle en la cavidad genital.
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